Comprendemos cualquier forma o elemento en el espacio en función de las dimensiones del cuerpo humano. A partir de la percepción de nuestro propio ser podemos considerar que algo es grande, pequeño o inabarcable. Nuestras extremidades determinan los límites y, de algún modo, necesitamos visualizar esos límites; los buscamos y si no existen los creamos. Resulta fácil pensar que el primer hombre que se metió en una cueva lo hizo por la necesidad de resguardarse del peligro, pero la cueva también anula las posibilidades de huir en caso de que el peligro aparezca. Es el control del espacio que nos rodea lo que produce sensación de seguridad. Si se pierde el control, ya sea porque los planos que limitan están muy lejos, como en las catedrales, o muy cerca, como en una prisión, la sensación de seguridad disminuye hasta desaparecer. Cuando añadimos a estos límites características de color, textura, temperatura,... variamos inevitablemente la percepción del habitante y aparece la fascinante dualidad que acompañe;a a los espacios cerrados entre refugio y celda.

Tanto la arquitectura como la escultura, desde sus distintas perspectivas funcionales, trabajan sin descanso esta relación entre el hombre y el espacio. Los conceptos básicos dentro-fuera, arriba-abajo, delante-detrás están claramente asentados en cualquier obra de estos ámbitos, pero ¿qué pasa con el medio fotográfico? La fotografía comprime en un plano todos estos conceptos, capta fragmentos de tiempo imperceptibles para el ojo humano y aún así, sigue siendo mayoritariamente considerado el medio más verídico para representar la realidad, incluso cuando se muestra en blanco y negro. La mayor parte del imaginario colectivo está formado por imágenes fotográficas. Podemos recorrer muchos momentos de nuestra vida a través de las fotografías familiares, observar el corte de pelo o la ropa que llevábamos cuando teníamos 4 años,quizá por